Mucho por delante

Considerando que una de las razones por las que los turistas declaran elegir España como destino es su gastronomía y sus vinos, alcanzar un nuevo récord de 21,4 millones de visitantes en los cinco primeros meses del año, creciendo un 8,2% con respecto al mismo mes del año anterior es una excelente noticia que no podemos trasladar directamente al consumo de vino, pero que, sin duda, tiene su efecto, por encima de proyectos de leyes y declaraciones posteriores de responsables del Ministerio de Sanidad y Consumo sobre los efectos que pudiera acabar teniendo en la facturación del sector.

Foco sobre el que se centran los responsables del Ministerio para acallar las voces de un sector soliviantado con un proyecto de ley para prevenir el consumo de bebidas alcohólicas por menores que califica de desproporcionado e irracional. Pues si algo es el vino, también para los jóvenes, es: tradición, cultura, excepcionalidad y moderación. Que, efectivamente, consumido con exceso es perjudicial. Pero que, a diferencia de otras bebidas de alta graduación, apenas cumple las expectativas de lo que se busca en un botellón, quedando su consumo para casos muy residuales. De hecho, las informaciones disponibles sobre consumo de alcohol entre los jóvenes, y sobre las que se ha basado el departamento dirigido por Ana Mato, consideran al alcohol como un todo, sin diferenciar los tipos de bebidas.

No tenemos tan buena noticia en lo referente a la posibilidad de que, a partir del 1 de julio, la entrada de vinos peninsulares en Canarias se vea gravada con una tasa del 5% hasta el 31 de diciembre de 2020. A lo que la UE ha dado su visto bueno con la publicación de su Decisión 377/2014 de 12 de junio 2014 y muy previsiblemente sea de aplicación en escasamente una semana. ¿Protección de sus vinos frente a los de origen peninsular?, sin duda. Aunque no sé si este impuesto será capaz de compensar una pequeña parte del daño que le ha hecho a los vinos canarios la imposibilidad de llevar como equipaje de mano un estuche con alguna botella de vino, y sobre lo que nadie parece opinar en aras de una seguridad que está muy lejos de resultar eficiente e ir un poco más allá de las notables molestias que representa para cualquier viajero.

Vender vino, a quien sea y como sea (entiéndase cumpliendo unos mínimos de edad) debería ser nuestro principal objetivo. Solo así seremos capaces de darle solución a un problema de excedentes que amenaza con generar serios problemas en los próximos años en nuestro país.

Reconvertir viñedos y hacerlos más productivos era necesario si queríamos tener un viñedo sostenible. Pero lo que se produce hay que consumirlo y eso está claro que no está resultando tan sencillo. Nuestro mercado interno apenas es capaz de mantener las paupérrimas cifras de los últimos años y, el exterior, tras el descalabro del pasado año va recuperándose poco a poco. Pero por mucho que lo haga, será claramente insuficiente para dejar las bodegas en condiciones de dar cabida a una cosecha que, con más o menos intencionalidad, ya hay quienes desde sus diferentes organizaciones están encargando de alarmar sobre la pérdida de producción que ha ocasionado la falta de agua, o el exceso de la misma, la piedra, algún foco de mildiu u oídio, etc.

El mercado está hecho unos zorros y los productores miran las viñas y lo que se les puede venir encima a partir de septiembre y se empiezan a preguntar si serán capaces de contar con instalaciones suficientes en las que elaborar. Pero todavía es muy pronto para poder sacar conclusiones de cierto calado. Es mejor que sigamos centrando nuestros esfuerzos en hacerle frente a dificultades relacionadas con la venta y salida de nuestros elaborados y dejar para más adelante vaticinios que, vista la experiencia, están muy lejos de sobrepasar la intencionalidad de influir sobre el mercado y ser útiles para planificar y programar campañas.

Medidas, pero ¿ahora qué?

Todos los colectivos que integran el sector vitivinícola han saltado como resortes a la propuesta de un borrador de anteproyecto de ley (lo digo así para que sea más palpable el estado de tramitación en el que nos encontramos) en el que el vino saldría bastante perjudicado como consecuencia de equiparársele a las bebidas alcohólicas de alta graduación. Olvidándose de aquellas campañas de autocontrol que lleva a cabo el propio sector del vino (Wine In Moderation), o las de formación e información (“Saber beber, saber vivir”) que, también, desarrolla desde hace unos años. Y menoscabando el papel cultural y social que históricamente ha jugado en nuestra sociedad; despreciando datos estadísticos de consumo que evidencian el escaso papel que juega entre el consumo juvenil.

De todos, es muy posible que sea el propio sector el que más interés ha demostrado por llevar al vino a un terreno de consumo racional ligado a nuestras tradiciones y valores culturales. Y parece mucho más racional que se utilice como un ejemplo, que como producto a perseguir demonizándolo. Y aunque iniciativas se han tomado por parte de las diferentes organizaciones que representan las distintas sensibilidades del sector, mucho me temo que prevalecerán aspectos populistas y de interés político que se lleven por delante al vino. Pero no adelantemos acontecimientos y confiemos en el sentido común de nuestros representantes.

Personajes a los que, dicho sea de paso, se les llena la boca a la hora de hablar del vino y el papel social, económico, cultural, etnográfico, medioambiental, etc. que juega en nuestro entorno; pero que ante problemas tan importantes de producciones como los que estamos viendo, que se están mostrando muy superiores a lo que somos capaces de vender (y que no parece tenga su origen en unas causas circunstanciales y sí en cuestiones de índole estructural de reconversiones y reestructuraciones de nuestro viñedo); todo lo que saben decir es que muestran su apoyo, pero que debe ser el propio sector el que le ponga solución, que ellos carecen de competencias. Y de responsabilidad (me atrevo a decir yo). Porque, precisamente su falta de iniciativa y ponerse de lado ante los problemas, con políticas erráticas, es lo que nos ha conducido hasta esta situación.

Un buen ejemplo de esta política podría ser lo que está sucediendo con las exportaciones, balón de oxígeno de nuestro sector, salvación de nuestras bodegas y única forma de darle salida a las cosechas; menospreciando el mercado interno, ese de proximidad y cultural.

Los hechos son testaduros y han demostrado que transformar litros por botellas y acusar a quienes venden barato sus producciones es fácil de decir pero muy complicado de hacer; tarea de muchos, muchos años y que requiere de una política común y dirigida. Que desde luego no pasa por incrementar sus impuestos como muy posiblemente acabará sucediendo en Canarias y, confiemos, no acabe produciéndose en todo el territorio con la reforma fiscal que proyecta el Gobierno.

Y mientras estas aspiraciones se hacen realidad, ¿qué? Porque dentro de unas semanas tenemos las uvas entrando en las bodegas de nuevo y no parece que contemos ni con una sola idea brillante que impida que muchos viticultores no tengan a quien venderles las uvas, o que a los precios a los que lo hagan no estén muy por debajo de sus propios costes de producción.

Transitando hacia el siglo XXI

Parece que al final aquellas estimaciones de que no nos enfrentamos a una cosecha excepcionalmente alta que realizábamos a principios de campaña, sino más bien una campaña “normal” como consecuencia de la entrada en producción de miles de hectáreas reestructuradas hacia variedades y sistema de plantación más productivas, que nos llevaría a tener que tomar medidas de carácter estructural y olvidarnos de aquellas circunstanciales que tan solo servirían para paliar el problema de esta campaña, pero que lejos de solucionarlo no harían sino agravarlo; van siendo compartidas por más colectivos.

Lo que está bien, porque reafirman nuestra visión global del sector e inciden en la independencia de nuestras valoraciones, pero que apenas sirven de nada, mientras no sean los colectivos involucrados los que tomen cartas en el asunto y aborden el problema de una forma colectiva y, si fuera posible, armonizada.

Sabemos, al menos la gran mayoría, que nuestro futuro pasa obligatoriamente por mejorar el posicionamiento en los mercados, por recuperar una parte del consumo interior que hemos perdido en estos últimos veinte años, y que se ha visto especialmente agravado en los últimos cinco como consecuencia de la pérdida de la renta disponible de los españoles. Y por mejorar el precio al que vendemos en el mercado exterior, sin dejar de crecer en volumen, hasta situarnos claramente como primer país exportador del mundo.

Para ello sabemos que necesitamos profesionalizar nuestras bodegas, como lo hemos hecho con nuestros viñedos y cuya consecuencia ha sido, precisamente, el aumento de rendimientos que hemos tenido. Que nuestros departamentos comerciales deben ser el principal objetivo de inversión y del que dependerá nuestro futuro a medio y largo plazo. Asumir que los mercados son perfectamente permeables y que cualquier error nos expulsa automáticamente, pero que también suponen una gran oportunidad para nuestras bodegas al contar con productos de una muy aceptable calidad media a precios que tienen un largo recorrido sin perder mucha competitividad.

Llegamos incluso a intuir que este valor debe ser repartido en toda la cadena y que de esa justa distribución dependerá la velocidad con la que avancemos en este complicado camino. Es más, estamos concienciados de que nos falta mucha formación y hay que apostar por ella en todos los niveles de la empresa.

Hasta hemos entendido que el vino es algo muy diferente a lo que era hace cuarenta años y que hay que presentarlo y venderlo a un público que es una o dos generaciones posteriores y que busca valores en su consumo que poco tienen que ver con sus predecesoras.

Es más, somos conscientes de que este es un camino sin retorno que debemos recorrer sí o sí, y que quien se quede atrás acabará siendo devorado y desapareciendo por empresas altamente profesionalizadas y con suficiente músculo financiero, técnico y de producción que les permita adaptarse a las cambiantes circunstancias de cada momento.

Incluso se ha llegado a entender que hay que ir unidos. Que es mucho más que recomendable aprovechar las sinergias que tiene cada uno de los colectivos que integran el sector, y que las acciones individuales tienen escasa efectividad.

Tenemos de todo lo que hay que tener: medios, análisis, conocimiento, concienciación, recursos… solo nos falta un factor: programación con la que tener un objetivo claro hacia el que nos dirigimos y un conocimiento preciso de las etapas por las que debemos ir transitando en esta travesía en la que hemos de definir nuestro sector vitivinícola del siglo XXI.

¿Protección?

Hace mucho tiempo que las exportaciones, no solo aquellas que encuentran su destino en territorios lejanos, sino incluso las que van dirigidas a regiones que tradicionalmente no han sido objeto de deseo de las bodegas (aunque en términos exactos estas no tengan la consideración de exportación) se han convertido en El Dorado del sector. Aquello por lo que todos sueñan conseguir y que está al alcance de muy pocos.

España, como bien sabemos, no solo no es una excepción a esta situación, sino un claro ejemplo y, de hecho, es uno de los países del mundo que más ha incrementado sus ventas allende sus fronteras en los últimos veinte años, llegando a cuadruplicar aquellas cifras y alcanzado valores que sobrepasan holgadamente el doble de lo que consumimos en nuestro mercado nacional.

Pero como decía, no se trata de un hecho aislado, los demás países productores también han buscado expandirse y mejorar su presencia en mercados hasta entonces inhóspitos o testimoniales. Primera consecuencia de esto: un gran crecimiento del mercado mundial del vino, con aumentos en gran progresión que permiten a los consumidores tener al alcance una gran variedad de vinos y que les exige un mayor conocimiento para hacer algo tan sencillo como es el primer acto de cualquier consumo: la compra del producto.

Segunda consecuencia: que los mercados de destino implanten sistemas con los que protegerse de semejante avalancha, lo que se conoce como barreras arancelarias. Unos estrictamente buscando una oportunidad de negociación para otros productos agrícolas o industriales, y lo sucedido recientemente con China y la denuncia contra la UE por prácticamente antisubvención y antidumping y que ha encontrado una solución en cuanto se ha resuelto el problema que tenía con los paneles solares, sería un buen ejemplo. Y otros, sencillamente, complicando los trámites de aduanas, implantando burocracias interminables o rebajando algunos límites a ciertas sustancias que supongan una barrera de entrada de los vinos procedentes de algunos países. Como sucedió con los vinos españoles y la ocratoxina

Pero esta protección no solo se produce en nuestras relaciones comerciales con otros países, también nuestras Comunidades Autónomas buscan la manera de favorecer la posición de sus vinos. Un claro ejemplo de que les estoy diciendo es lo que puede suceder, si así lo autoriza la Comisión Europea en los próximos días, de establecer una tasa del 5% a todos los vinos que lleguen a Canarias. Posibilidad de la que disfruta como territorio ultraperiférico de la Unión Europea y, que hasta ahora tenía fijado en un tipo cero.

¿Les suena de algo esto de tener una legislación que me establezca tener un tipo impositivo para el vino y luego, sencillamente, poder modificar el tipo y que el vino tenga que soportar un “viejo” (puesto que ya existía) impuesto? Pues cuidado porque esto puede ser una realidad en Canarias a partir del uno de julio de este mismo año pero, y esto es lo más preocupante, hay quien considera muy posible que corra una suerte muy parecida el actual impuesto sobre el vino, que existe a un tipo cero, pero existe y puede ser modificado en cualquier reforma fiscal, como la que está estudiando el actual Gobierno.