Superada la primera tanda de elecciones, parece que las dudas sobre quiénes nos gobernarán los próximos cuatro años (o los que acaben resultando, porque lo de cumplir con la legislatura parece cosa del pasado) parecen haberse aclarado un poco más respecto a hace unas semanas.
Claro que, dado el escaso interés que han demostrado todos los partidos políticos y sus cabezas de lista por los asuntos agrarios, especialmente los relacionados con el sector vitivinícola, da casi lo mismo quién lo haga.
Entre que la mayoría de las competencias las tiene la Unión Europea, a la que por cierto, hay elecciones el 26 de mayo y donde visto lo que está sucediendo en los diferentes comicios con el triunfo de partidos antieuropeístas nos jugamos mucho más de lo que podamos imaginar con la reforma de la Política Agraria Común (PAC), el “Brexit” y la contribución de cada Estado miembro al presupuesto comunitario.
Que la cruzada contra el consumo de alcohol parece haberse convertido en bandera de todas las formaciones políticas, con pequeños detalles que apenas marcan diferencias.
O que aspirar a que se mime al sector vitivinícola y se apueste por la recuperación del consumo, soñando con un consumo moderado en el que la educación en el consumo del alcohol de nuestros jóvenes juegue un papel principal, como lo hacen con la sexualidad en las escuelas, es una entelequia.
Eso por no hablar de la despoblación de nuestro ámbito rural y la cantidad de soflamas que hemos tenido que aguantar en estas semanas de personajes que lo más cerca que han estado de una viña ha sido cuando se han bebido una copa de vino. Absolutamente ignorantes de cuál es el ridículo precio que perciben la mayoría de los viticultores por sus cosechas y dispuestos a seguir lanzando balones fuera, trasladando sus competencias a un sector que carece de medios con los que hacerlo con esa famosa frase de “haremos lo que el sector nos pida”.
No quiero un Estado intervencionista, ni que me impongan precios o me digan lo que tengo que pensar. Pero me gustaría que nuestros políticos tuviesen opinión sobre los temas que nos ocupan, en los que nos jugamos nuestro futuro. Acordarse de nosotros para recaudar impuestos con los que redistribuir la riqueza está genial. Pero ocuparse de saber cómo generamos esa riqueza y facilitar los medios con los que mejorar la competitividad y productividad, una obligación que parecen haber olvidado.
Podemos seguir apostando por aumentar nuestros rendimientos hasta límites insospechados, con el consumo de un bien tan escaso como necesario como es el agua. O podemos ser un poco más imaginativos y trabajar por un mayor valor de la producción que no obligue a nuestros viticultores a cuadruplicar la producción para que le sea rentable.
Para ello necesitamos políticas de Estado. No es posible hacerlo desde una bodega, ni desde una denominación de origen o región por potente que esta sea. Aquí estamos hablando de un problema sectorial que debe ser solucionado de una forma colectiva como país.
Muy posiblemente, y más después de haber pasado el examen que supone cualquier elección, estos temas pasarán al fondo de un cajón, de eso que “no le interesa a nadie”, hasta dentro de cuatro años en el que volvamos a reclamar de quienes ocupen la cabeza de lista en esos momentos, lo mismo que estamos haciendo ahora. Como sucedió hace cuatro, veinte o sesenta años. Porque por extraño que esto pueda parecernos desde que en el año ochenta y cuatro el Ministerio de Sanidad se opusiera a la realización de una campaña publicitaria sobre vinos, esto no ha ido más que de mal en peor, con profundos enfrentamientos entre sanidad, consumo y agricultura por utilizar el contenido alcohólico del vino como justificación campañas negativas para su consumo.