Regular es siempre complicado, ya que son muchos los intereses que hay que atender y no siempre son coincidentes. Si además esa regulación hace referencia a un tema tan sensible como son las nuevas plantaciones de viñedo, la controversia está asegurada.
Aun con todo y con eso, no debiéramos perder de vista lo que de positivo tiene la reacción que han tenido las organizaciones agrarias a los criterios de reparto de las nuevas plantaciones, sobre los que exigen restricciones que limiten el número de hectáreas que pueden solicitarse por el grupo prioritario de “jóvenes agricultores”. Y es que existe un gran interés por el sector y, en consecuencia, esperanza en su futuro.
Nos hemos cansado de hacernos eco, y compartir, que sin un precio digno por la uva no hay futuro. Que el crecimiento del sector debe ser el de todos los colectivos. Y que contamos con unas características naturales, humanas y técnicas que nos sitúan a la vanguardia de los mejores y más competitivos vinos del mundo.
Limitar la superficie tiene sus cosas buenas y malas, pero es lo que hay, al menos (teóricamente) hasta el 2030. Encontrar la mejor forma de adaptar este nuevo modelo a las exigencias del sector sin ahogar su desarrollo debiera ser la primera de las prioridades de todos: organizaciones agrarias y bodegas, pero también de las administraciones.
No obstante, no estaría de más que nos planteáramos lo que queremos ser. Ya sé que es un tema que puede resultarles un tanto cansino (por repetitivo), pero es que los mercados evolucionan muy rápidamente y nosotros seguimos desperdiciando una buena parte de las numerosas sinergias que tenemos.
Limitar la superficie pero no hacerlo con la producción es afrontar un problema sin los arrestos necesarios para solucionarlo. Y aunque algunos gobiernos regionales ya han hecho una declaración pública en este sentido, la limitación de la producción en niveles exageradamente alejados de la realidad, y solo para poder acceder a poder declarar lo producido como vino, no es más que un brindis al sol. Al menos es un primer paso.
Los últimos datos publicados por el Infovi, referidos al mes de noviembre, arrojan una cosecha de 42.541.356 hectolitros, de los que 38.777.115 y 3.764.241 lo son de vino y de mosto sin concentrar, respectivamente.
Haciendo un ligerísimo ejercicio de memoria sobre lo que ha sido esta vendimia 2016, nos vendrá en seguida a la memoria que lo que se presentaba como una gran cosecha (algunas fuentes llegaron a situarla ampliamente por encima de los cincuenta millones de hectolitros), pasó a ser una cosecha muy corta como consecuencia de la fuerte ola de calor y la ausencia de precipitaciones. Lo que propició alteraciones en las cotizaciones de las uvas que sorprendieron, afianzado la creencia de que nos enfrentábamos a una cosecha muy corta. Datos que no se corresponden con lo que ha acabado siendo la realidad, ya que la diferencia con respecto a la 2015/16 apenas ha sido de un 1,7%.
¿Cuál ha sido el motivo de semejante confusión?
Pues aunque habrá opiniones para todos los gustos, la nuestra es el gran desconocimiento que se tiene sobre la producción real de las nuevas hectáreas que van entrando en producción. La mayoría con rendimientos que fácilmente llegan a triplicar los existentes y que en algunos casos los quintuplican.
Esto podemos considerarlo como un hecho aislado y olvidarnos del asunto. O por el contrario, podemos plantearnos que el problema irá a más y que si no tomamos medidas podemos tener serios conflictos con los precios de las uvas.
Pero es solo una opinión. Que profesionales mucho más cualificados que yo tiene el sector y sobre ellos recae la responsabilidad de tomar medidas.