Una nueva campaña y los mismos problemas

Con la entrada en bodega de los primeros racimos de la vendimia 2021/22, adquieren protagonismo las estimaciones de producción y los posibles precios de uva que puedan marcar mostos y vinos en los primeros compases de campaña. Tema que, nos guste o no, se está viendo fuertemente influenciado por un asunto nada menor, como es el Covid-19, y sobre el que bien poco, o nada, puede hacerse desde el sector vitivinícola salvo soportar, como se puede, las nefastas consecuencias que está teniendo.

Aspirar a que el mercado de la alimentación, o el impulso dado al comercio electrónico, asuma el quebranto ocasionado por el cierre total, durante muchos meses, de la hostelería; y las fuertes limitaciones de otros muchos, no solo es en sí mismo una entelequia, sino que nos conduce a escenarios sencillamente inalcanzables y distorsionadores de una realidad, que requiere de mucho tiempo en sus cambios.

Si a esto le añadimos que no es el sector vitivinícola un colectivo que se caracterice, precisamente por actuar unido y por afrontar los problemas de manera colegiada; es fácil entender que, a las presiones naturales del inicio de todas las campañas, nos estemos encontrando con numerosas acusaciones de las organizaciones agrarias de incumplimientos por parte de la industria.

Nada que en otras campañas no sucediera y que entra dentro de la pura lógica con la que actúa el mercado, pero que, en este año, se ve agravado por un ejercicio con fuertes problemas en los precios, existencias todavía más numerosas de lo que sería normal en las bodegas y unas perspectivas de cosecha que, aunque claramente inferior a la del pasado año y ante un escenario europeo igualmente inferior; no tiene muchos visos de ser mucho mejor que el anterior.

Si a eso le añadimos una Ley de la cadena de valor que obliga a vigilar el cumplimiento de no vender a pérdidas y la publicación de varios estudios de costes de producción de la uva que no hacen sino situar, a todas las variedades y en prácticamente todas las regiones españolas, los precios de sus uvas por debajo de estos umbrales. Tenemos el caldo de cultivo perfecto para los enfrentamientos, manifestaciones y denuncias que hagan más complicado afrontar la difícil situación sectorial.

Sobre el papel no hay nadie que pueda defender precios por debajo de los costes de producción, ni los que lo producen porque no sería posible subsistir, ni los que compran, porque de ellos depende disponer de materia prima con la que elaborar sus vinos que luego comercializan.

Luego el problema lo tenemos superado ese primer punto de partida descriptivo de la situación ya que, todas las posibles soluciones que se plantean, lo son a un medio y largo plazo.

Afortunadamente las exportaciones, donde colocamos más de la mitad de la producción y más de dos veces y media lo que vedemos en el mercado interior, están funcionando muy bien en los últimos meses, con fuertes crecimientos tanto en envasados como en graneles, pero a costa de una pérdida de valor, reduciendo los precios medios en prácticamente todas las categorías.

¿Es posible aspirar a aumentar los costes de producción en estas circunstancias?

Deseable y necesario lo es, sin ninguna duda, ¿pero posible?

Y, sobre todo, ¿sin hacerse un planteamiento sectorial a medio y largo plazo con objetivos muy marcados y cuantificables?

A la búsqueda de economías de escala

Llegan tiempos de vendimia y las tensiones en el mercado resurgen cual ave fénix, dispuestas a reclamar el protagonismo que merecen. El alivio de la situación sanitaria, a pesar de que el número de contagios está disparado, especialmente en nuestro país, no parece contar con la fuerza que ha demostrado en las anteriores olas. Quién sabe si por el hecho de tener más de veinticinco millones de personas con la pauta de vacunación completa, o por puro hartazgo de una sociedad que no termina de entender muy bien las consecuencias de tanto sacrificio. Con un claro sector, el hostelero, señalado como culpable de todos nuestros males.

Sea como fuere, el caso es que, dentro de apenas un par de semanas, estarán entrando los primeros racimos de uva en los lagares y la fijación del precio de las uvas y la formalización, obligatoria, del contrato entre las partes con el requisito de que este cubra los costes de producción; recuperan protagonismo. Volvemos a escuchar denuncias de las organizaciones agrarias reclamando que se cumpla la Ley de la Cadena de Valor, exigiendo de Competencia una diligente vigilancia para que no se produzcan acuerdos sobre precios que distorsionen la libre concurrencia en el mercado. Así como a unos viticultores que se declararán víctimas de un modelo productivo en el que son el último eslabón de una cadena que les condena a la ruina y borra toda posibilidad de relevo generacional en sus viñedos, ante la falta de rentabilidad.

Poniendo en evidencia a un sector que se ha mostrado totalmente incapacitado para mejorar los precios de sus productos y trasladar a los viticultores esa riqueza mínima que permita garantizar calidad y continuidad.

Y, a pesar de ello (o igual como consecuencia), los viticultores se muestran dispuestos a apostar por el futuro del sector y aspiran a hacerse con alguna de las 945 hectáreas que el Gobierno de España fijó como límite (0,1% de la superficie plantada) de nuevas plantaciones. Quedarse el 87,8% de las 3.349 hectáreas solicitadas fuera del reparto podría ser considerado como una prueba irrefutable de la confianza en el futuro del sector. O, como aseguran otros, precisamente, una consecuencia de la falta de rentabilidad que obliga a los viticultores a contar con importantes extensiones de viñedo en las que sea posible obtener unas economías de escala, sin las cuales no es posible la actividad rentable. Y, algo de esto debe haber, cuando ha sido Castilla-La Mancha, una de las Comunidades Autónomas con más bajos precios de las uvas, la que más hectáreas ha solicitado con 1.713 ha (el 51,37%).

El vino represaliado

Ni hay que ser muy listo, ni estar muy al día de lo que pasa en el mundo, para saber que las relaciones Unión Europea-Rusia no pasan por los mejores momentos. Encuentros (más bien desencuentros) diplomáticos al más alto nivel en los que parecieron disfrutar poniendo en una situación incómoda al representante de la diplomacia europea, Josep Borrell, despejaban cualquier duda sobre la posición que la Administración Putin iba a tener con la Unión Europea. Y, como antes ya sucediera con China y las placas solares alemanas, o posteriormente con Estados Unidos y el enfrentamiento con las ayudas recibidas por Airbus, el sector vitivinícola (en concreto el vino espumoso en esta ocasión) vuelve a ser tomado como rehén en su política gesticular.

Los efectos que tendrá este nuevo episodio sobre el conjunto del sector vitivinícola europeo muy posiblemente no superen la barrera de lo anecdótico, como ya lo demuestra la estrategia comercial adoptada por alguna de los mayores operadores de Champagne en ese país. Pero el impacto social, el buscado por las autoridades rusas, lo superará ampliamente siendo objeto de atención en el mundo entero. Teniendo el eco mediático buscado en estos casos.

Defender este ultraje no parece, viendo la experiencia de los dos casos más recientes, fácil. Nos consta que desde la propia Unión Europea ya se han tomado cartas en el asunto, así como en la Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV), pero los resultados tardarán en llegar.

Mientras tanto, el sector deberá afrontar una nueva vendimia bajo las condiciones de un mercado marcado por los confinamientos y limitaciones en el tránsito de personas, pero que podría tener unos efectos muy positivos en las exportaciones. Especialmente en Estados Unidos gracias a la derogación de la traba arancelaria impuesta por la Administración Trump a la que hacíamos referencia anteriormente. Así, el informe de verano de la Unión Europea sobre las Perspectivas de los Mercados Agrarios de la UE vaticina un crecimiento del 4,4% a las exportaciones de la campaña 20/21. Lo que permitirá iniciar la próxima campaña con unas existencias prácticamente tan solo un 2,9% superiores a la media de las últimas cinco.

Sobre una vendimia a la que le restan muchas cosas por decir hasta que sea una realidad, pero que apunta en una dirección de cierta estabilidad en cuanto al volumen global y una calidad mucho más que aceptable. Con las naturales tensiones en los precios de las uvas que se están viendo, especialmente en nuestro caso, acrecentadas por un mercado vinícola estabilizado en precios, pero en la parte inferior de su horquilla. Lo que, unido a que no se trata de una excepción y que afecta a la práctica totalidad de las producciones agrícolas y ganaderas, ha llevado a las organizaciones agrarias a anunciar que retomarán las protestas que mantenían en la calle cuando se decretó la pandemia y que abandonaron por responsabilidad.

Hacia una vitivinicultura más verde y social

Alcanzar un acuerdo del trílogo: Comisión Europea, Parlamento y Consejo sobre la reforma de la PAC, sin ningún género de dudas es un paso muy importante, ya que de su aplicación depende la posibilidad de seguir contando con nuestros Planes de Apoyo al Sector Vitivinícola, de los que tanto nos hemos beneficiado y sin los cuáles la revolución que ha vivido el sector, especialmente en el ámbito enológico y vitícola, no hubiese sido posible. Lo que no quiere decir que no tengamos grandes retos por delante que, bien pueden suponer un balón de oxígeno en nuestra conquista de los mercados, o convertirse en un pesado lastre que nos hunda en el fondo de un mar turbulento de precios bajos y calidades mediocres.

La apuesta por una política agraria más sostenible ambiental y económicamente, verde, social e igualitaria; que ponga en valor la agricultura dignificando su trabajo y permitiendo obtener una renta digna a sus agricultores supone un mensaje que ni es nuevo, ni está exento de importantes desafíos.

El primero (aunque seguramente no el más sustancial) lo podríamos encontrar en la necesidad de que todavía está pendiente el desarrollo de los reglamentos básicos que concreten temas tan importantes como la figura de agricultor activo, el régimen de pequeños productores, los eco-esquemas, la condicionalidad reforzada, la convergencia interna de derechos, los pagos redistributivos, ayudas a jóvenes agricultores, reserva de crisis o medidas de gestión de riesgos.

El segundo, en la necesidad de que cada Estado miembro debe realizar un Plan Estratégico, marco sobre el que pintar los objetivos, medios y plazos; el cual deberá estar finalizado antes de que finalice el año. Que, en el caso de España, según declaraciones del propio ministro Planas estará supeditado a su distribución competencial autonómica, lo que podría suponer diferentes sensibilidades hacia el sector vitivinícola.

La tercera cuestión, en no caer en la tentación de querer enfrentar modelos productivos “sostenibles” versus “industriales”. Filosofía que ya se lleva varios años apuntando y que cada vez va adquiriendo un cariz peligroso de enfrentamiento, como si estuviéramos hablando de dos modelos enfrentados. Hacer un uso razonable de los recursos hídricos, utilizar fitosanitarios o fertilizantes de manera localizada y eficiente no tiene por qué estar necesariamente reñido con la sostenibilidad y es que olvidamos con cierta facilidad que para que algo sea sostenible debe serlo en tres aspectos: ecológico, social y económico.

Relegamos con frecuencia que los recursos tecnológicos y conocimientos con los que ahora contamos nada tienen que ver con los de hace unas décadas, y que renunciar a utilizarlos en aras de una mayor rentabilidad que haga posible cumplir con la sostenibilidad económica, no tiene por qué estar enfrentado con la ecológica y puede resultar imprescindible para alcanzar la social.

Recientemente, con motivo del grave problemas de excedentes que ha generado en el sector el cierre de la hostelería, hemos tenido ocasión de comprobar cómo gastar decenas de millones de euros en retirar producto del mercado, temporal o definitivamente, no es sinónimo de solución y que no considerar en la asignación de ayudas aquellos aspectos referidos al mantenimiento de viñedo viejo cuya producción es mucho más baja, tampoco es que haya ayudado en nuestro desarrollo.

Pagar por no producir puede ser necesario. Hacerlo por producir calidad y desarrollar un papel social de fijación de población y relevo generacional, además de mantener una cubierta vegetal, es fundamental.