Una vez más, nos falta ambición

Estamos habituados (no sé muy bien si cansados) a escuchar que el sector agrícola y ganadero español tiene que trabajar por ser sostenible. Que esta sostenibilidad solo se consigue cuando es posible desarrollarla social, medioambiental y económicamente. Y que, de los muchos sectores agrícolas, posiblemente sea el vitivinícola el que más, o al menos uno de los que más, cumple con esos tres objetivos esenciales.

También sabemos que, para ello, son necesarias ayudas destinadas a la profesionalización y gestión empresarial, pero también económicas, con las que afrontar las inversiones en personal y medios con los que hacerlo posible. Y, aunque, sin duda los habrá que cuestionen la idoneidad de apoyar un cultivo con el que se elabora una bebida alcohólica, se ha demostrado recientemente, con la Resolución del Parlamento Europeo de su Plan de Lucha contra el Cáncer, que todavía queda un pequeño atisbo de respeto a lo que representa el vino en la cultura de nuestros pueblos y su dieta. Así como que su consumo, a diferencia de lo que pudiera suceder con el alcohol procedente de otras bebidas de alta graduación, efectuado con moderación, no tiene porqué ser perjudicial para la salud. Incluso que puede servir para que, en países sin tradición vitivinícola, en los que la tasa de alcohol por habitante y año es muchísimo más elevada que en los tradicionalmente consumidores de vino, se frene su problema de alcoholismo.

Es más que probable que los acuerdos comerciales establecidos entre la Unión Europea y los demás países del mundo impidan el establecimiento de este tipo de ayudas. Incluso que dentro de los programas como el mismo Proyecto Estratégico para la Recuperación y Transformación Económica (PERTE) del sector agroalimentario, no tengan cabida. O hasta que estas medidas deban financiarse con los fondos que nos llegan para los Planes de Apoyo al Sector Vitivinícola (PASV). Hasta es posible que el retorno político de estas políticas lleve a adoptar posiciones mucho más tímidas a la hora de su dotación y gestión de lo que se es en otros sectores.

Tres mil millones, más una inversión pública de otros mil, para todo el sector agroalimentario se antoja claramente una cantidad insuficiente para abordar cambios tan complejos y necesarios como la digitalización, medioambientales, innovación, económicos y sociales en la próxima década. Máxime cuando, desde el propio sector vitivinícola, se han presentado planes sectoriales que exceden esta cuantía.

Los costes energéticos, claramente un problema para nuestras bodegas, apenas contarán con una dotación de 400 millones para la mejora de los procesos de producción que irán destinados a la puesta en marcha de instalaciones de energía renovables o propuestas de diseño de ciclo integral. Para la adaptación digital, entre las que encontramos aquellas ayudas destinadas al desarrollo del comercio electrónico, el Sistema de Información de Explotaciones Agrarias (SIEX) o el programa para fomentar la creación de cooperativas de datos digitales contará con otros 454’35 M€ y por último 148’56 M€ que completan los mil millones de inversión pública para el apoyo a la innovación y la investigación en la productividad, competitividad, sostenibilidad y calidad.

Seguir luchando por la recuperación del consumo

No por frecuente debiéramos restarle, ni un ápice, de la importancia que tiene el hecho de recuperar el consumo de vino que la pandemia se llevó bruscamente por delante, dando al traste con muchos de los esfuerzos que desde el sector se estaban realizando.

Crecer un 14’2% el consumo aparente interanual en diciembre de este pasado 2021, hasta situarlo en 10’446 millones de hectolitros, frente los 9’149 Mhl del mismo mes del pasado; debiera ser motivo de alegría y suponer un gran revulsivo en nuestro empeño por contar con un consumo per cápita adecuado a una sociedad donde los productos vitivinícolas (no solo vino en todas sus expresiones: blancos, rosados, tinos y espumosos, sino también aromatizados, de aguja, incluso aquellas bebidas elaboradas a base de vino como sangrías o “tinto de verano”) forman parte de nuestra cultura y alimentación, como así ha declarado en reiteradas ocasiones la Fundación de la Dieta Mediterránea.

Poco más de veintidós litros por persona y año (veintisiete si consideramos solo la población mayor de 18 años, que es la que legalmente puede consumir bebidas alcohólicas en nuestro país) es un volumen que se acerca mucho a los 22’6 estimados por la Dirección General Agricultura como consumo per cápita en la UE’27 para la campaña 20/21. Pero que dista mucho del que disfrutan otros países, según los datos que maneja la Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV) en su boletín de abril del 2021. Donde, para la población mayor de quince años, los otros países con los que compartimos esta Dieta y que, al igual que nosotros, son los primeros productores de vino del mundo; nos doblan. Francia llega hasta los cuarenta y seis litros per cápita, Italia los supera con 46’6 y Portugal ocupa el primer puesto de los países del mundo que produjeron más de dos millones de hectolitros en 2020, con un consumo de 51’9 litros por persona y año.

Mal posicionamiento para un país, el nuestro, que aspira a mejorar la renta de sus viticultores y los resultados de sus bodegas con la revalorización de sus elaborados, en cantidad suficiente para garantizar la rentabilidad mínima, para evitar seguir expulsando del sector a las nuevas generaciones, en el preocupante relevo generacional que debiera producirse en nuestra viticultura. Pero supone, también un gran rayo de esperanza en que esto es posible revertirlo y, si no doblar el consumo y situarnos al mismo nivel que los países con los que nos disputamos los primeros puestos en la producción; sí, al menos, subir al segundo grupo de países, que integrado por Austria, Argentina, Alemania, Suecia y Bélgica; tienen un consumo per cápita por encima de los veintiséis litros y sin llegar a los treinta.

Al fin y al cabo, esto no sería más que hablar de un consumo de catorce millones de hectolitros, algo menos de un tercio de nuestra producción.

Una cosecha corta y un mercado que no acaba de reaccionar

Los últimos datos facilitados por el Infovi, correspondientes al mes de noviembre, sitúan la cosecha de uva un 11’6% por debajo de la del pasado año. Un -12’4% en lo referido a la producción de vino (35’863 Mhl) y el -20’2% (4’053 Mhl) a la de mosto. Lo que deja la producción vitivinícola total en 39’916 Mhl, frente los 46’025 del año anterior (-13,3%).

Si en lugar de centrarnos en la producción, lo hacemos en las disponibilidades propias de vino (existencias más producción), nos encontramos que estas son un 6’9% inferiores a las del año anterior (-7% en granel y –5’9% en envasados), con notables diferencias entre tintos y blancos, pues mientras los primeros apenas son un 3’56% menores a las del mismo mes del año anterior, los blancos son un 11’39%, poniendo de manifiesto las grandes diferencias existentes que están produciéndose en esta campaña y que han llevado a que la recuperación de las cotizaciones esté siendo mucho menor en tintos que blancos, llegándose, en algunos casos, a casi igualarse sus precios.

Claro que, si en vez de comparar las existencias de noviembre del 21 con las del 20, lo hacemos con el 19, por aquello de intentar eliminar el efecto pandemia, los datos pueden resultar más elocuentes, ya que mientras las existencias de vinos blancos son prácticamente las mismas (+0’01%), las de los tintos son un 6’13% superiores.

Dicho lo cual y, considerando la alta probabilidad de que en los próximos meses acabe produciéndose también una recuperación en las cotizaciones de los tintos, habría que considerar los posibles efectos que sobre el consumo pudieran tener nuevas olas del Covid-19, las numerosas incógnitas económicas de inflación y crecimiento, o cuál pudiera ser la solución que acaben dándole al conflicto abierto entre Rusia y Estados Unidos–Unión Europea (donde las sanciones económicas parece que serán fuertemente recrudecidas). Lo que acabará acarreando un descenso en el consumo, especialmente el referido al de fuera del de alimentación.

Como si todo esto no fuera suficiente, las lluvias no llegan. Pasan las semanas y los embalses van disminuyendo las reservas hídricas y el campo secando unas tierras que reducen sus reservas limitando importantemente las posibilidades de que la viña se desarrolle con todo su potencial y podamos llegar a la vendimia con una producción cercana a la normalidad.