Tal y como suele suceder, cuando las vendimias apuntan claramente hacia una pérdida de producción, los datos no hacen sino confirmar reducciones más importantes de las inicialmente previstas. Parece lógico pensar que ningún viticultor quiere perder la esperanza de una recuperación, por tímida que esta pueda llegar a ser, de su cosecha.
Aunque, generalmente, no es en este conteo de racimos y los posibles kilos que vayan a llegar a los lagares, donde más discrepancias encontramos sobre las estimaciones inicialmente realizadas. Son los rendimientos, más bajos de los normales, los que más consecuencias sobre la cosecha real acaban teniendo.
Racimos menos desarrollados, con uvas más pequeñas, son un fruto que no es muy difícil prever que tenga sus consecuencias sobre el volumen total de la cosecha.
Otra de las características que suelen acompañar este tipo de cosechas tan cortas en España son las altas graduaciones y el bajo índice de color de sus vinos. Dos características que no tienen por qué verse condicionadas por el excelente estado sanitario que presenta el fruto, pero que sí acaban teniendo sus efectos sobre unos vinos que requieren de una comercialización más rápida, al encontrarse sus cotizaciones sujetas a los puntos de color que presenten.
Por último destacar un factor que, aunque es difícil concretar su correlación exacta con volúmenes y calidades, es el que mejor acaba definiendo la certeza de las estimaciones; como son los precios de las uvas, que no solo resultaron más elevados desde que aparecieron las primeras tablillas, sino que con el devenir de la vendimia han experimentado revisiones al alza.
Sin duda, nos enfrentamos a una cosecha notablemente inferior a la del pasado año. Extraordinariamente baja si consideramos nuestro potencial de producción y en un escenario mundial de similares características que debieran permitirnos compensar fácilmente la pérdida de producción.