Ya sea porque no importa el país de origen, ni la calidad del producto, ni la tipología del mismo, ni siquiera el precio… todo el sector coincide en calificar el momento actual que vivimos como muy preocupante.
Porque regiones vitivinícolas de gran prestigio han sido las que han enarbolado la bandera de adoptar medidas estructurales para hacer frente al futuro, sin dudar en solicitar la más traumática de todas las posibles: el arranque del viñedo.
Porque producciones mundiales históricamente bajas, que nos sitúan en niveles de hace más de sesenta años, no han conseguido dotar a los mercados de la alegría comercial que cabría esperar.
O, quizás, porque todos los agentes implicados, incluidas las organizaciones que representan los diferentes colectivos de los que se conforma el sector, coinciden en el diagnóstico del problema, señalando a la caída del consumo como el único responsable de la situación.
Incluso, quién sabe si por un efecto contagio de la clase política, que ha asumido como suyo ese diagnóstico pesimista ante futuro más inmediato.
El caso es que, por todas estas razones y muchas más, todos los que tienen algo que decir en este tema coinciden en sus apreciaciones e incluso, en la mayoría de los casos, en las medidas que requeriría su tratamiento.
Las muestras de solidaridad con el sector se suceden, el apoyo institucional es unánime y la percepción de que hay que actuar con cierta celeridad, unísono.
Pero claro, todas esas buenas palabras y sensibilidades hay que llevarlas a negro sobre blanco, definirlas en acciones concretas, dotarlas de los recursos necesarios y, lo que es todavía más difícil, compaginarlas con otras de carácter comercial y, especialmente, de consumo.
Y, así, nos encontramos que, mientras con una mano nos animan a mantener la ilusión en el futuro; con la otra, nos imponen medidas que dificultan el consumo, ponen barreras a la difusión de la cultura vitivinícola o contestan a la imposición de barreras arancelarias con mensajes propios de la más férrea política proteccionista.