Hacia una Europa de mayores acomodados

Es verdad que no son necesarias pandemias mundiales para evidenciar la pesadez con la que se desenvuelve la Unión Europea. Por todos es conocida, aunque, de manera muy especial, por aquellos relacionados con el sector vitivinícola y cuyas competencias emanan, en su gran mayoría, del acervo legislativo comunitario.

Y aunque, ocasiones de gran importancia hemos tenido para poder comprobarlo de primera mano, todo parece indicar que el Covid-19 no va a ser ni una excepción, ni un ejemplo de eficiencia.

En cuatro medidas podríamos concretar lo que está pidiéndole el sector a la Comisión: destilación, retirada temporal de producción, vendimia en verde y flexibilidad en los programas de promoción. Hasta la fecha ninguna de ellas puesta en marcha. Ya que, si bien existen ya los reglamentos por parte de la Comisión, que pueden consultar íntegros en www.sevi.net, su concreción y ejecución están todavía pendiente de ser trasladadas a los Estados miembros. Parece que las consecuencias que está teniendo la situación sobre bodegas y viticultores no están resultando lo suficientemente graves ya, como para tomar medidas de inmediato.

El viñedo evoluciona, inexorablemente y el tiempo para la vendimia en verde pasa, independientemente de protocolos administrativos, haciendo que esta lentitud suponga un retraimiento en su eficacia.

Es entendible que cuestiones sanitarias, sociales y económicas sean mucho más importantes y requieran mayor atención que un pequeño sector como el vitivinícola por parte de la Unión Europea, pero, ¿es tan difícil hacer dos cosas al mismo tiempo?

Nunca antes, una situación había puesto tan de manifiesto la importancia que en la toma de decisiones tiene el tiempo; así como las grandes diferencias que tiene en su grado de efectividad y coste el ser ágil en esa toma de decisiones, como con el Covid-19. Y, aun así, la celeridad con la que son resueltos los asuntos está brillando por su ausencia.

No tengo ni la más mínima duda de que solo unidos seremos capaces de afrontar los retos que nos presenta el siglo XXI, con la deslocalización de la economía hacia otros continentes y el valor residual en el que Europa se ha asumido como un continente de “mayores acomodados”. Creo en la moneda única y la libre circulación de bienes y servicios. Pero mucho me temo que es esta falta de eficiencia lo que más está poniendo en peligro la propia supervivencia de lo que hemos tardado más de sesenta años en construir. Con un notable debilitamiento de países, sectores y ciudadanos.

Dentro de muy poco asistiremos a campañas de todo tipo incentivándonos al consumo, con especial atención hacia los productos locales o regionales. Incluso apelarán a nuestros sentimientos para convencernos de que nuestra colaboración, como consumidores, es fundamental para hacer de esta “uve asimétrica”, en la que se debiera convertir la crisis económica a la que nos enfrentamos y su recuperación, lo más simétrica posible. Es decir, perder muy deprisa y recuperarlo también muy deprisa. Y hasta es muy posible que así tenga que ser, nos guste o no, porque la restricción en la libertad de movimientos de personas nos privará de la llegada de millones y millones de turistas que hacían de nuestras playas y ciudades la primera industria del país.

Pero es, precisamente, esa misma razón la que nos debiera percibir mejor la gran importancia que para nuestro país tiene la apertura de fronteras y la circulación fluida de mercancías. Específicamente en nuestro sector, en el que podemos afirmar, categóricamente, que vivimos de los de fuera. Como así demuestra el hecho de que vendamos dos veces y media más allá de nuestras fronteras lo que consumimos dentro (27,099 Mhl), de los que dos terceras partes lo fueron intra-UE. Recibimos más de ochenta y seis millones de turistas y la industria turística representa más del 12% de nuestro PIB.

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